martes, 30 de septiembre de 2025

EN DEFENSA DEL JUEGO LIBRE PARA LOS NIÑOS

JULIÁN DE ZUBIRIA SAMPER

30 de septiembre de 2025

EL ESPECTADOR




Hasta la generación Z, los niños de todas las culturas jugaron en grupo y de manera libre. Eso cambió con la emergencia de las pantallas. Ahora los niños juegan de manera individual, virtual, encerrados en sus cuartos. ¿Qué impacto tiene este cambio cultural en el desarrollo de niñas y niños?

Johan Huizinga escribió en 1938 Homo ludens. En ese hermoso y original texto, el historiador holandés considera que el juego es tan esencial en la cultura como lo ha sido la razón o la fabricación de herramientas. Todas las sociedades –incluso las animales– han jugado y los juegos suelen ser extrañamente parecidos. Corremos, saltamos, golpeamos una pelota, perseguimos a otros o trepamos con el fin de divertirnos, construir comunidad y aprender a socializar. Jugamos de manera voluntaria y libre, llenos de energía, alegría y tensión, simulando la realidad y respetando las reglas que hemos construido para cada juego. Lo propio del juego es la incertidumbre y el azar.


Hasta la llamada generación Z, todos los niños jugaron en grupo y al aire libre. La primera generación que no lo hace es la Alfa, aunque con la generación Z comenzó la transición. Los parques fueron espacios construidos para los niños y niñas. Desde muy pequeños, permanecían fuera del hogar al retornar del colegio. Así mismo, los fines de semana y en vacaciones pasaban la mayor parte del tiempo jugando con amigos, hermanos, amigos de los hermanos y primos. Salían temprano de casa, volvían a almorzar y nuevamente a la calle. Allí nadie en especial los vigilaba. Se vigilaban entre todos. Los padres confiaban mucho más en sus hijos e hijas. También había más confianza con los vecinos y los hijos de ellos. Todos sabían que los más pequeños podrían enfrentar con éxito las dificultades y que, si tenían alguna, los hermanos mayores o los vecinos saldrían en su apoyo. Aun así, desde pequeños los habían preparado para enfrentar los retos en rituales en los que los hermanos mayores tenían un rol esencial.



En grupo aprendimos a hacer pilatunas, a compartir y a resolver conflictos. Fue así como aprendimos a esperar el turno para subirnos a la bicicleta, para saltar o para ingresar a la cancha comunal. En grupo nos volvimos más empáticos y tolerantes. No siempre se logró, pero invariablemente fue una finalidad cultural.

Algunos juegos evidentemente eran arriesgados e involucraban retos complejos. En los carros de balineras, por ejemplo, el riesgo era alto porque estos alcanzaban gran impulso en las cuestas empinadas y no contaban con frenos para detenerse de manera rápida. Si aparecía un carro, teníamos que frenar con nuestro propio cuerpo: nos botábamos al pavimento rompiendo el pantalón y raspando las rodillas. Aun así, nos levantábamos y volvíamos a intentarlo. La calle enseñaba resiliencia y tolerancia al fracaso. Algo similar sucedía cuando trepábamos a los árboles para coger los frutos en las casas vecinas, cuando convertíamos las ramas de los árboles en saltarines o cuando las más grandes asumían la forma de garrochas. No hay duda, muchas veces se rompían las ramas y en algunas muy contadas excepciones los niños partían sus brazos o se caían de las paredes. Pero lo volvían a intentar tan pronto como fuera posible. Como explicó bellamente Francis Truffaut en su película de 1976, los niños tienen La piel dura. O mejor, la tenían, porque todo eso cambió con la emergencia de las pantallas en la vida humana.

Estudios científicos publicados en la prestigiosa revista Nature ratifican que los juegos al aire libre y arriesgados son “cruciales para un desarrollo físico, mental y emocional saludable. Los niños necesitan estas oportunidades para desarrollar mejor percepción espacial, coordinación, tolerancia a la frustración y confianza”.

Aun así, la llegada de las pantallas trastocó por completo la finalidad del juego. La televisión lo convirtió en espectáculo y a algunos poquísimos jugadores en multimillonarios. Con miles de millones de pantallas desplegadas por todo el mundo, los juegos se convirtieron en una de las empresas más rentables. Se cambiaron las reglas para que los tiempos de duración fueran estables. En medio de un espectáculo que mueve miles de millones de dólares y que paraliza el mundo, se aleja de su propósito inicial y se vuelve inminente el riesgo del dopaje, la trampa y las mafias.

Así mismo, las pantallas han reconfigurado por completo la niñez y la juventud a nivel individual. Hoy los parques les pertenecen a los perros, mientras los carros y las motos se apoderaron por completo de las calles. Desaparecieron los hermanos, la familia extensa y los vecinos. En Inglaterra, estiman que el 76% de los niños no juega regularmente en la calle, en tanto sus abuelos solían hacerlo diariamente.

La enorme diversidad de interacciones que encontraban los niños ha sido sustituida por la que se realiza en el muy limitado y cerrado grupo familiar. Los hijos únicos suelen permanecer encerrados en sus casas frente a pantallas y solo salen a hacer deporte vigilados por adultos. La sociedad se llena de “padres helicópteros” que supervisan a sus hijos en todo momento, que no confían en ellos y que no les permiten construir amistades. Es muy frecuente que los niños practiquen algún deporte, pero siempre contando con la activa presencia de adultos.

Desapareció el juego libre. Por ello, aunque resulte paradójico, los padres de hoy pasan más tiempo con su hijo único que el que pasaban los de antes con los múltiples hijos que tenían. Así lo demostró Jonathan Haidt en La generación ansiosa (2024). Pasan mucho tiempo con su hijo, pero es un tiempo de menor impacto en su desarrollo porque está mediado por pantallas en el hogar o asociado a la supervisión de actividades por fuera de casa.




¿Cuál es el costo de este profundo cambio cultural?

Los niños hoy llegan a los colegios con menos vocabulario y atrás en motricidad fina y gruesa. No es lo mismo correr, saltar y trepar con los amigos que manejar una tablet encerrado en el hogar. Con la tablet no hablan, no postergan la gratificación y no resuelven colectivamente los problemas. Por eso los niños actuales tienen menos autonomía, atención, flexibilidad y tolerancia a la frustración. Saltando, cayéndose y levantándose los niños se volvían más tolerantes, empáticos y flexibles. En esos espacios grupales aprendían a resolver conflictos y a entender que ellos no eran el centro del mundo. Hoy piensan más en sí mismos y, si bien es cierto que un niño que no juega de manera libre rompe menos pantalones, es importante entender que también de esa manera se vuelven menos autónomos y arriesgados. Tienen baja confianza en sí mismos porque sus padres suelen sustituirlos cuando se enfrentan a problemas.

Afortunadamente siguen existiendo los colegios. Allí los niños simulan los juegos al aire libre que antes casi todos jugaban a diario. Por eso la escuela no es un buen lugar para permitir los celulares. Por fortuna, allí los niños juegan de manera más libre y colectiva. Aun así, la nueva generación de padres vive con tanta angustia que solicitan cámaras para ver a sus hijos en todo momento y, cuando sea posible, instalarán un chip en sus cerebros para saber qué piensa y qué hace su hijo o su hija cuando no está con ellos. Mientras eso pasa, algunos han optado por educarlos en casa. Es tal su nivel de angustia que no quieren dejarlos jugar y convivir con otros niños. Les quieren cortar las alas de la libertad, la empatía y la socialización.

Los niños que juegan colectivamente y de manera libre son más sanos emocionalmente, más autónomos y seguros. Ojalá vuelvan a jugar con otros niños en los barrios y los parques y, dado el crucial papel del juego en la construcción de comunidad y en el desarrollo integral en la infancia, ojalá el juego de roles recobre la importancia que debería tener en todas las escuelas. Su papel es fundamental en el desarrollo del pensamiento simbólico y en la socialización de los menores.


P.D.: El 16 de septiembre partió uno de los más grandes innovadores del país: Dino Segura Robayo, cofundador de la Escuela Pedagógica Experimental (EPE) y destacado impulsor del Movimiento Pedagógico. Paz en la tumba para un hombre que fue pionero de la educación alternativa y que dedicó su vida a transformar la escuela tradicional mecánica y arbitraria en una escuela más participativa y alegre, una escuela en la que los niños y las niñas jueguen de manera más libre y colectiva.




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